El más grande era diferente, dulzura pura, fragilidad tatuada en la mirada.
Yo solía pasar mucho más tiempo con él, nos entendíamos a la perfección, ahora que el tiempo ha pasado podría afirmar que latíamos con la misma intensidad, pausados y tranquilos, suaves y asilenciados, entonces podrían habernos golpeado y no reaccionábamos, podrían habernos herido y sólo sangrábamos a escondidas, podrían habernos gritado y sólo temblábamos asustados, podrían habernos destruido y sólo nos quedaba compartir penas, llorar a dúo, abrazarnos para recalentar el sentimiento que se nos empeza a ir de puntillas, que se nos escapaba por el agujerito de la puerta trasera.
Yo aprendí a vivir cuando un día de nubes grises y pronóstico lluvioso me cargó en la espalda por vez primera, acaricié su pelo y sentí su corazón latiendo, su cuerpo caliente se fusionó con el mío para transmitirme energía nueva, distinta, profunda.
Empezó a caminar a pasos lentos para darme alas, empezó a moverse despacio, despacito para no ahuyentar al coraje y mantener la templeza, despacito para que no se aproxime el miedo y de un grito salte huyendo despavorida, despacito para enseñarme a andar por los cielos y a disfrutar de la magia de estar vivos.
Despacito se movía (recuerdo)
y despacito fui amándolo con todas las fuerzas del universo.
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